1. TODO TIENE UN
PRINCIPIO
—¿Falta mucho?
La voz de Celia sacó a
Emma de sus pensamientos mientras miraba el paisaje a través de la ventanilla
del coche. Tan ansiosa como su hermana por llegar a su destino volvió la cara
hasta su madre esperando respuesta.
Marta interrumpía la
animada conversación con su amiga Mercè y se giraba para contestar a su hija.
—No peque, estamos cerca.
Ya falta poquito.
Celia se recostó sobre el
hombro de su hermana refunfuñando porque su madre le había contestado lo mismo
que hacía un rato.
Para Emma el verano se presentaba
como siempre, sólo que esta vez tenía que ir con la familia a visitar unos
viejos amigos de sus padres. Desde que tuvo edad suficiente para escapar de las
vacaciones familiares, siempre había encontrado un pretexto para quedarse esa
semana de verano con alguna amiga o disfrutar de al menos de un fin de semana
de soledad en su casa para hacer lo que se le antojara. Se había ganado la
confianza de sus progenitores a base de ser una chica responsable y sensata.
Esta vez las vacaciones de la familia se alargarían un mes y sus padres, Pablo
y Marta, no estaban dispuestos a dejarla sola tanto tiempo.
Durante el vuelo sólo había estado
pensando en la vuelta. Rezaba para que estas vacaciones pasaran pronto y poder
volver a estar con sus amigas y disfrutar de lo que quedara de verano a su
vuelta. Su hermana Celia, casi cuatro años menor que ella, estaba
ilusionadísima porque esta vez, su hermana mayor, a la que imitaba en todo,
estaría todas las vacaciones con ella.
A la llegada al aeropuerto del Prat,
los amigos de sus padres, Mercè y Eduard, los estaban esperando. Se abrazaron
emocionados, las mujeres hablaban de la última vez que se vieron, por aquel
entonces Mercè estaba embarazada de su primer hijo y desde aquello sus vidas
habían cambiado muchísimo. Hacía tanto tiempo que no se veían y tenían tantas
cosas que contarse que no pararon de hablar hasta que llegaron al coche que
habían alquilado, un Citroën plateado de 6 plazas. La idea era pasar todos
juntos las vacaciones en una masía de los padres de Eduard. La habían reformado
y modernizado pero conservando todo su encanto. Durante el trayecto hablaron de
sus hijos, Ernest, estudiante de Psicología de veintidós años y Joan, de
diecinueve que cursaba hostelería. Los chicos ya estaban en la masía
esperándonos.
El viaje en coche ya la estaba
fatigando. Celia se había quedado dormida sobre su hombro y ni siquiera las
carcajadas que a veces soltaban los cuatro amigos la despertaban.
Emma llevaba su
ensortijado pelo castaño en un improvisado moño despeinado y jugaba con uno de
sus rizos presa del aburrimiento. Unas mallas, una camiseta amplia y una
mochila le pareció lo más cómodo para viajar, a pesar de los insistentes
comentarios de su madre de que se arreglara un poco más porque «una cosa es ir cómoda y otra desaliñada»,
y ahora se alegraba de no haberle hecho caso porque el trayecto se le estaba
haciendo eterno.
Por fin, el coche se
detuvo frente una reja negra rodeada de viñedos que daba paso a un camino de
piedras blancas. Pablo bajó del coche para abrirla y que pudieran pasar. Emma
despertó suavemente a Celia.
—Ya hemos llegado, peque.
—No me llames peque que
ya tengo trece años —dijo somnolienta y Emma sonrió porque, aunque se daba
cuenta de que su hermanita se hacía mayor, ella siempre la vería como aquella
pequeña personita que la seguía a todas partes y que se empeñaba en imitarla en
todo.
Al bajar del coche dos
jóvenes se acercaron a saludar y para ayudar con las maletas. Ernest era el más
alto, delgado pero fibroso, tenía un gracioso mechón de pelo castaño que le
caía sobre la frente haciendo resaltar sus enormes ojos marrones. No paraba de
sonreír. Joan en cambio era un poco más bajito que su hermano y más grueso. El
pelo lo tenía corto y del mismo color que su hermano pero sus ojos eran grises
como los de su madre. Ernest era el más atractivo a primera vista pero Joan
tenía algo que hacía que te fijaras en él. Quizá su actitud, tan seguro, tan
serio...
Los chicos ayudaron a
acomodar a la familia en sus habitaciones. Para sorpresa de Emma disponía de
habitación propia. Se había hecho a la idea de tener que compartir dormitorio
con su hermana y la sorpresa de tener un espacio propio le fue francamente
grata. La habitación no era demasiado grande pero sí lo suficiente para tener
una cama doble y un balcón por donde se colaba una agradable brisa. Había una
puerta que daba paso a un baño compartido con la habitación continua, la de
Celia, pero tenía pestillo tanto por dentro como por fuera para preservar la
privacidad de ambas habitaciones.
La casa le pareció
enorme. Constaba de planta baja, donde se encontraban una enorme cocina, un
baño completo y un aseo, un pequeño estudio y una enorme sala con chimenea que
era comedor y salón al mismo tiempo, que daba a un hermoso porche y a la
piscina. La planta primera tenía cuatro habitaciones y dos baños, y el ático
contaba con dos habitaciones en suite. Definitivamente aquella reforma en la
antigua masía había sido todo un acierto.
Tras una suculenta comida y pasar un
rato reunidos escuchando viejas anécdotas del pasado de los cuatro amigos, tocaba
tomar una siesta. La calma se apoderó de nuevo de la masía y no se oía nada más
que el murmullo de los árboles y los pájaros. Emma, pese al largo viaje, no
estaba tan cansada y tras dar varias vueltas en la cama intentando dormir,
decidió olvidarse de la siesta y darse un baño refrescante en la piscina.
Bajo con sigilo las
escaleras que daban al salón y atravesó el porche para llegar a la piscina. Se
despojó de su camiseta blanca con estampado de flores y se sentó en el borde
para mojarse los pies.
Joan la había observado todo el
tiempo desde uno de los balcones de la primera planta. La había estudiado bien
durante la comida, no podía quitarle ojo.
—¿Qué haces Joan? —le
sorprendió Ernest, buscando con la vista lo que su hermano observaba con tanta
atención.
—Nada, sólo tomando el
aire.
—Ya, ya... ¿Es guapa,
verdad? —dijo mientras se buscaba un hueco junto a Joan.
—¿Quién?
—¿Quién? ¿Cómo que quién?
¿Estás embobado mirándola y me preguntas qué quién? Joder, está buenísima. Y no
me digas que no te has fijado. No le has quitado el ojo desde que la viste.
Joan no dijo nada y
volvió a la habitación. Ernest lo siguió y se sentó en la cama mientras
observaba divertido a su hermano. Cuando éste le devolvió la mirada le guiñó un
ojo y esto molestó aún más a Joan.
—No te metas con ella
Ernest, es demasiado joven...
—Nada,
nada...no sigas por ahí, tío. Además nunca se puede pedir a los ojos que dejen
de ser golosos —y volvió a hacer un guiño a su hermano.
Emma y su hermana pasaron toda la
tarde la en la piscina, con los dos matrimonios, que seguían poniéndose al día
de sus vidas. Ernest se unió a ellos más tarde y pasó el rato jugando con la
pequeña Celia y hablando con Emma. La noche estaba cayendo en la masía así que
dispusieron la mesa y se sentaron a disfrutar la cena.
Por fin se reunió con
ellos Joan y se sentó justo enfrente de Emma, no decía ni media palabra. A ella
le parecía un chico muy raro, demasiado callado. El mayor de los hermanos
estaba sentado junto a ella y conversaban como si la conociera de toda la vida.
Conforme avanzaba la cena se sentía más incómoda con las miradas que Joan le
lanzaba porque el joven la escuchaba con atención pero no intervenía en la
conversación para nada pese a sus intentos de incluirle en ella.
Al finalizar la cena, los
dos matrimonios seguían en el porche disfrutando de la calurosa noche entre
copas y recuerdos de cuando se conocieron, así que las chicas se retiraron a
sus habitaciones y más tarde los chicos hicieron lo mismo.
Emma estuvo en la habitación de Celia
un rato charlando con la pequeña que no paraba de hablar de lo simpático que le
resultaba el mayor de los hermanos.
—¿A qué es guapísimo
Ernest? Yo creo que es el chico más guapo que he conocido en mi vida. Seguro
que tiene un montón de novias.
—Celia, eres muy pequeña
para andar diciendo esas cosas.
—Pero es la verdad, es
súper guapo, ¿verdad que sí?
—Celia... ya basta —dijo
Emma riéndose de las ocurrencias de su hermana.
—Venga Emma,
reconócelo... es ideal. Si yo fuera un poco más mayor le pediría que fuera mi
novio, eso seguro.
Emma no pudo reprimir la
risa al oír a Celia habar así de Ernest. Esperaba que estas charlas sobre
chicos llegaran un poco más adelante.
—Sí Celia, es muy
guapo... y ahora a dormir, que ya es muy tarde y ha sido un día muy largo.
—Em, quédate un ratito
más, porfi.
Emma se quedó hablando y
distrayendo a su hermana hasta que por fin, la pequeña quedó vencida por el
sueño. Atravesó el baño y llegó a su habitación. Habían decidido no echar el
pestillo por si alguna (o sea Celia) necesitaba a la otra en la noche.
El calor había remitido un poco pero
aun así le resultaba imposible coger el sueño. Emma se asomó al balcón para
tomar el fresco. Seguía intrigada ¿Por
qué aquel chico no cruzaba palabra con ella? ¿Le resultaba tan poco interesante
que ni siquiera se molestaba en conocerla? Su hermano en cambio no había
parado de preguntarle por sus estudios, sus intereses... incluso por si tenía
novio. Era muy fácil hablar con Ernest, pero Joan... ¿por qué no podía parar de pensar en él?
Entonces sus ojos
castaños se encontraron con unos ojos grises que la paralizó. Sintió como
quedaba clavada en el suelo y un fuego interno recorría su cuerpo desde los
talones hasta la punta de sus cabellos, como si un estallido invisible se
hubiera generado bajo sus pies. Notó como sus mejillas se incendiaban y sus
piernas temblaban sin más razón aparente que unos ojos que se clavaban en los
suyos y le llegaban a arañar el alma. Cuando recobró las fuerzas y la
conciencia aparto la mirada y huyó a refugiarse al interior de su habitación ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha pasado? Se
recostó porque aún le fallaban las piernas y estuvo largo rato si poder cerrar
los párpados, porque la visión de los ojos de Joan volvía una y otra vez
agitándole de nuevo la respiración.
Joan seguía en el balcón ¿Lo había soñado? ¿Sería una visión? Su
pelo ondulado balanceándose al viento, aquel camisón blanco con diminutos
tirantes que se anudaban con una lazada en sus afilados hombros, esos senos
desafiantes sinuosos, esas piernas infinitas y bronceadas, aquellos ojos que
destilaban dulzura e ingenuidad... Ardía en deseos de arrancarle la ropa y
contemplarla en su plenitud. Aquella noche tuvo que consolarse en la soledad de
su dormitorio echando mano a sus pensamientos y anhelos más obscenos.