lunes, 5 de agosto de 2013

2. Miradas y más



                   2. MIRADAS Y MÁS


            Emma bajó con Celia a desayunar y se sentaron a la mesa donde estaban todos los demás. Rápidamente se percató de que faltaba Joan. No dijo nada. Por un lado prefería no tener que enfrentarse a esos ojos que la perseguían y estremecían, pero por otro lado, se moría de ganas de volver a verlo. No había podido conciliar el sueño después de ese encontronazo nocturno.
Ernest era un joven muy extrovertido y no paraba de bromear con Celia, que estaba encantada de ser el centro de atención. La mañana transcurría con total tranquilidad y Emma pudo escabullirse y encontrar un rinconcito debajo de un árbol para leer algunos de los libros que había traído consigo. Llevaba un buen rato leyendo a la sombra cuando Ernest se acercó.
—¿Molesto?
—No, para nada —dijo Emma sonriendo y Ernest se sentó junto a ella.
—No hay mucho que hacer por aquí, ¿verdad? Podemos ir a dar un paseo en mi moto si te apetece y  conocer el pueblo. No es que haya mucho que ver pero las vistas de las playas son preciosas  ¿Qué me dices, te apuntas?
—Claro, ¿por qué no? ¿Cuándo vamos?
—Ahora mismo si quieres, sólo hay que avisar de que nos marchamos y listo —dijo mientras se incorporaba y tendía la mano para ayudarla a ponerse en pie.

El recorrido en moto prometía ser divertido. Ernest tenía una moto grande, una Yamaha de color blanco, rojo y negro. La tenía como oro en paño, era su niña bonita y motivo de orgullo. Prestó un casco a Emma y emprendieron su marcha ante la decepción de la pequeña Celia de no poder ir con ellos.
Ernest llevó a Emma por las calles del pueblo, que eran muy estrechas y empinadas pero preciosas. Pudo sacar algunas fotografías de los lugares más emblemáticos y realmente estaba disfrutando del paseo.
Llegando a una pequeña plaza se percibía un olor a comida irresistible.
—¿Tienes hambre? A mí el paseo me ha abierto el apetito. Aquí hacen unas de las mejores pizzas de la zona.
—Nos estarán esperando para comer.
—No te preocupes, hacemos una llamada y avisamos.
—No sé qué decirte, Ernest. Apenas llegamos ayer y no quiero que se molesten.
—Tonterías, lo entienden seguro. No pasa nada, ahora mismo llamo.

Después de disculparse por no ir a comer, Ernest y Emma entraron al pequeño restaurante con horno de leña, donde hacían las «mejores pizzas del mundo» según su chef, Andrea, un italiano del sur de Nápoles muy simpático que no paraba de cantar mientras cocinaba.
Tras su pintoresca comida, pasearon un poco más por las calles del barrio. La brisa del mar refrescaba mucho el ambiente y a la sombra se estaba realmente bien así que en una cafetería frente al mar tomaron un helado en la terraza. La tarde estaba siendo muy amena pero aun así tenía la visión de aquellos ojos grises metida en sus pensamientos todo el tiempo. Un escalofrío le recorría el cuerpo ante el recuerdo de las sensaciones vividas la noche anterior.
 Por suerte para ella Ernest hablaba y hablaba sin parar distrayendo su mente y haciendo que la conversación fuera fluida. Se contaron muchas cosas y enseguida congeniaron muy bien porque con él era imposible que hubiera silencios incómodos. Al terminar sus helados ya sabían lo suficiente el uno del otro para considerarse algo más que conocidos.
Se alejaron de allí en la moto y circularon por un camino un poco más angosto que llegaba a una cala preciosa. Se apearon del vehículo y Emma comenzó a hacer fotografías. Se enamoró de aquella cala solitaria al instante. Descendieron por las rocas y se sentaron en la playa donde, entre risas y bromas, vieron como el sol se escondía tras el horizonte.

Ya de vuelta a la masía el pensamiento de Emma se centró de nuevo en Joan. No había podido quitárselo de la cabeza pese al día tan bonito que había pasado junto a Ernest. Aquellas intensas y nuevas sensaciones vividas la otra noche en el balcón habían sido demasiado fuertes para ignorarlas. Ansiaba encontrarse su mirada penetrante espiando cada uno de sus movimientos pero la decepción fue grande al comprobar que Joan no estaba con los demás en el salón. No se atrevía a preguntar y entonces Ernest lo hizo por ella.
—¿Y mi hermano? ¿Por dónde anda? Ya habrá vuelto, ¿no es así? —dijo dirigiéndose a su madre.
—Sí, está arriba. Por cierto felicítalo porque le han dado el trabajo.
—¡Ah, vale! Estupendo —Ernest marchó escaleras arriba en busca de Joan.
—Y vosotros, ¿qué tal lo habéis pasado? —dijo Mercè mirando a Emma.
—Muy bien. He hecho unas fotos preciosas y hemos comido de maravilla en una pequeña trattoria. Ernest ha sido un estupendo guía.
—Pues espero que tengáis apetito porque ya estamos preparando una magnífica cena.
—Mercè… —interrumpió Emma disimulando interés— ¿Qué trabajo ha conseguido Joan?
La mujer le contó que su hijo era una persona de gran confianza en sí mismo y que todo lo que se proponía lo conseguía. Por lo visto, Joan había solicitado un puesto en un afamado restaurante de la zona para hacer prácticas durante el verano. La entrevista había sido esa mañana y había conseguido el puesto. Mercè hablaba de Joan con gran admiración y cariño, a fin de cuenta, seguía siendo su pequeño. Desde muy niño ya había demostrado su vocación por la cocina y, en vez de reprimirlo y obligarlo a estudiar una carrera como a su hermano, había apostado por el don que parecía tener para esta profesión. Por lo visto el trabajo era de camarero pero la decisión, el carácter del joven, y la seguridad que mostraba dejó impresionado al entrevistador, tanto que decidió darle un puesto en la cocina como ayudante en prácticas.
Emma quedó impresionada por alguien que, siendo casi de su misma edad, tenía las cosas tan claras y una meta que alcanzar mientras ella ni siquiera podía decidirse por que ponerse al día siguiente.

Al igual que la noche anterior cenaron todos juntos y Joan apenas cruzó palabra con ella. Aparentemente tampoco hubo miradas como la noche anterior, más bien todo lo contrario, parecía esquivarla y eso le ponía de los nervios. Cuando Ernest y ella comenzaron a hablar de la excursión en moto, Emma pudo observar un atisbo de enfado en él, pero no lo conocía lo suficiente como para afirmarlo. Estaba claro que no le caía demasiado bien a ese joven y ella tendría que aceptarlo. Al menos le consoló ver lo incómodo que se sintió él cuando ella lo pilló en un par de ocasiones observarla desde la distancia.

Como hicieron la otra noche, Celia y ella subieron a sus habitaciones. La pequeña se moría de ganas por saber más detalles de lo que habían estado haciendo Emma y Ernest durante su salida en moto y tras una hora de cotilleo, por fin Emma pudo marchar a su habitación a descansar.
Al día siguiente hicieron una barbacoa y pasaron todo el tiempo en el exterior, pasando el rato en la piscina. Ernest, Celia y ella rieron de lo lindo con los juegos y bromas que el joven les hacía a las chicas ante la seria mirada de su hermano pequeño que prefería observar desde la distancia.
Mercè le tuvo que obligar a posar para una foto de ambas familias al completo sentadas a la mesa del porche con los «majares» que sus padres habían preparado en la barbacoa.
La tarde llegó, y Emma seguía sin tener ni una sola palabra por parte de Joan, sólo obtenía de él miradas y más miradas. Eso la incomodaba, se sentía como si la estuviera juzgando, cada palabra o cada acto que hacía ahí estaba él con su indescifrable mirada «¿Eran acaso miradas de desprecio, de superioridad o qué?» Se estaba hartando de la situación y las vacaciones no habían hecho más que empezar.

Los días transcurrieron rápidamente con salidas a la playa, excursiones y turismo en familia. Emma pudo hacer muchas fotografías de todos, incluso de Joan cuando no él no la podía ver. Extrañamente la atracción por aquel chico tan misterioso iba en aumento y no se explicaba el porqué.
La cosa no cambió mucho durante ese tiempo y seguían los encontronazos  silenciosos con Joan, aunque ya había aprendido a ignorarlos. No iba a permitir que nada le impidiera disfrutar de estas vacaciones. Hacía mucho que no veía a sus padres divertirse de aquella manera y no quería aguarles las vacaciones con caras largas.
            Ernest comenzaba un curso de verano en la Universidad y sólo volvía los fines de semana, así que en la masía reinaba la calma, y Emma apenas se cruzaba con Joan, que había comenzado con su nuevo trabajo. Se iba a media mañana y luego no volvía hasta bien entrada la noche para su tranquilidad. Las pocas ocasiones en las que coincidían hablaban lo imprescindible, pero continuaban aquellas miradas incómodas. Emma no podía evitar sentir escalofríos recorriendo su espalda cuando sorprendía aquellos ojos grises observando sus movimientos.

Una madrugada, Emma despertó con sed y tomó el vaso de agua que había puesto en la mesilla al acostarse. Estaba caliente y decidió bajar y llenarlo con agua fresca de la nevera.

—¿Me das a mi otro? —Joan la sorprendió cuando llegaba a casa después del trabajo.
Emma, que estaba bebiendo en ese momento, con el sobresalto, derramó el agua sobre su pecho, dejando transparentar sus pezones.
—Perdona no quería asustarte —dijo Joan susurrando mientras se dirigía a la nevera y llenaba otro vaso para él. Estaba haciendo un esfuerzo enorme para no dirigir la mirada a los pechos de Emma.
—No te he oído llegar —dijo ella mientras avergonzada intentaba secarse con servilletas el camisón separándolo de su cuerpo.
Joan terminó el vaso de agua de un trago y fijo sus ojos en ella. La veía tan deseable, tan al alcance que casi se deja llevar y se abalanza sobre ella, que es lo que había querido hacer desde que la sorprendió en el balcón. Se dio media vuelta para sacar esa idea de su cabeza y entonces ella no aguantó más y le increpó.
—¿Qué pasa contigo? ¿De qué vas?
Joan, sorprendido, se giró y quedó frente a ella que tenía la cara encendida y no sabía si era de vergüenza, de rabia o quizá una mezcla de las dos cosas.
—No me diriges la palabra en todo este tiempo y en cambio siempre que levanto la vista estás ahí observándome ­­­­­­­­­­­­­­­­­­—se atrevió a reprocharle ella.
—No quería que te sintieras incomoda, perdóname si ha sido así. No ha sido mi intención —esa respuesta molestó más a Emma.
—Y una mierda, siempre andas mirándome como perdonándome la vida ¿Acaso te crees mejor que yo? ¿Piensas que puedes mirarme por encima del hombro y quedarte tan ancho?
—De verdad que no me he dado cuenta, disculpa —mintió
—¿Ya está? ¿Un disculpa? ¿Eso es todo? —dijo Emma visiblemente indignada. El rubor de sus mejillas la hacía aún más provocadora.
Entonces Joan no pudo reprimirse más, ya lo había hecho durante demasiado tiempo. El cansancio y las ganas que tenía de ella le hicieron lanzarse sobre ella sin pensarlo y la agarró de las caderas empujándola contra la nevera desembocando toda aquella tensión en un desesperado beso.
Emma no tuvo tiempo de reaccionar. La mezcla, al mismo tiempo, de pasión incontrolada y dulzura en aquellos labios la dejo sin aliento y sin voluntad. No supo cuánto duró aquella ardiente necesidad de ser devorada pero notó como su propia lengua se entrelazaba con la de él. La humedad del beso ya no sólo estaba en su boca. Toda su piel reclamaba ese mojado ósculo, pero cuando más entregada estaba, Joan separó sus labios de los suyos y le acarició la mejilla con el dorso de su mano.
—Esto no está bien. Dejémoslo aquí.
La dejó temblando, con las servilletas aún en la mano y conteniendo el aliento. Tuvo que esperar un rato hasta recuperarse del todo.
Joan se derrumbaba instantes después tras la puerta de su habitación con el sabor de ella todavía en su boca. No había podido controlar tanto deseo… no podía, nunca antes había sentido nada igual.

Emma pasó toda la noche en vela, era incapaz de apagar aquel fuego que había despertado aquel furtivo beso. Se derretía con sólo pensar en aquellos labios que le había trasportado a todo un nuevo mundo de sensaciones. No era la primera vez que le besaban, pero sentía que era la primera vez que la  besaban de verdad, no había sido una simple unión de labios, era mucho más profundo que eso. Aquel chico callado, y tan misterioso se había convertido en el primer hombre que había despertado sus anhelos de mujer. No había vuelta a atrás, su cuerpo deseaba ser explorado y devorado por el dueño de aquellos grises ojos que se habían clavado en su mente y nublaban su control.

Pasó el resto del día obsesionada con aquel encuentro y aquellas palabras que le oyó pronunciar… «Dejémoslo aquí». No, no estaba dispuesta a renunciar a todas las nuevas sensaciones que se expandía ante ella. Tenía que volver a sentir aquel fuego abrasador que la había atravesado la piel la otra noche.
            Estaba en su cama, con los ojos abiertos y sus sentidos alerta. En cuanto oyó el sonido del  motor de un coche acercándose salió sigilosa de su habitación, deseosa de un nuevo encuentro como el que tuvieron.
            Joan quedó petrificado cuando al abrir la puerta se encontró con aquellos ojos miel que brillaban más que las estrellas que había fuera y que lucían sobre la masía. Cerró sus ojos unos instantes por si su mente le estaba jugando una mala pasada, había estado obsesionado con ella todo el día, pero al abrirlos ella seguía allí. ¿Estaría esperándole?

—No quiero dejarlo aquí —dijo Emma en apenas un susurro.
Joan en aquellos momentos tuvo que contenerse una vez más para no volver a apresarla de nuevo entre sus brazos y besarla hasta gastar esos suculentos labios. Sabía de sobra a qué se refería ella pero también sabía que estaba jugando con fuego.
—Lo de la otra noche fue un error, no puede repetirse. Vuelve a tu cama y olvida que ha pasado —dijo Joan reprimiendo todo impulso a sabiendas de que su voluntad cada segundo que pasaba ante aquella mirada de miel más debilitada estaba su voluntad y se encaminó hasta las escaleras con premura antes de arrepentirse y tomarla allí mismo. 
Emma se interpuso y esta vez fue ella quien se acercó con un movimiento ágil y veloz hasta su boca y depositó un suave beso que le supo a poco.
Joan hizo acopio del poco control que le quedaba y subió las escaleras sin decir nada, con la dulce humedad de sus labios en los suyos y muy a su pesar, la dejó allí abajo, en la oscuridad de la noche, engañándose a sí mismo esperando que se enterrara aquella pasión en lo más recóndito de su ser. Estaba completamente dividido entre el deseo que sentía por ella y el miedo a corromper aquella dulce inocencia que siempre desprendía en todo lo que hacía o decía. Cerró la puerta de su dormitorio y tal y como hizo la noche anterior se dejó caer sobre ella. Todo estaba confuso en su cabeza.
Entonces oyó acercarse pasos de Emma por el pasillo hasta la puerta que estaba frente a la suya, la del dormitorio de aquella joven que había perturbado tanto su vida en apenas unos días. No pudo refrenarse más y se dejó llevar por el impulso de ir a por ella y antes de que pudiera cerrar la puerta, se adelantó y se coló dentro ante la sorpresa de ella. Sin dejar que dijera nada calló su boca con un beso, ahora más pausado que el de momentos anteriores y se recreó en sus labios rojos. Sus manos, sin pedir permiso ni atendiendo a ninguna represión, se paseaban por todo el contorno de ese bello torso, llegando a rozar esos senos tan firmes y apetecibles.
Estaba tan metido de lleno en la labor de saborear esa boca provocadora, que no se percató de que ella también estaba entregada a aquel pasional beso, a aquel instante que tanto había estado deseando desde el mismo momento en que puso sus ojos en ella.


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