Capítulo 3
Angie
voló hasta la mesa donde se encontraba Alba con el atractivo músico, y lo hizo
como si de un ave rapaz se tratara, con el ojo puesto en su presa y las garras
preparadas para no dejar escapar tan suculento bocado.
—¡Mmmmm!
¡Qué bien acompañada te veo, Alba! —dijo coqueta la escocesa, sin apartar sus
celestes ojos de Aiden—. No nos han presentado. Yo soy Angie, la hermana de la
novia.
—Encantado,
Angie. Yo soy Aiden —contestó disimulando la animadversión que siempre le
causaba este tipo de amigas; esas chicas que interrumpían su ritual de cortejo
a sabiendas que su interés se centraba en la otra joven.
Una
vez había cumplido con la presentación, Aiden se volvió de nuevo a contemplar
el cautivador rostro de la joven española. Angie agitó la hucha haciendo que el
sonido de las monedas reclamara la atención del músico.
—¡Aiden!
Ya sabes lo que toca —dijo Angie mostrándole la hucha y poniéndole morritos.
Aiden
le miró con gesto serio, enarcó una ceja y no dijo nada. La chica, al comprobar
que el músico no captaba la indirecta, se precipitó hasta su boca. En el último
segundo esquivó el beso de Angie, ante la mirada atónita de Alba, que no sabía
si reír o apoyar a la hermana de su amiga.
—Pero…
¿a ti que te pasa? —Angie no entendía nada, se sentía profundamente ofendida.
—Prefiero
pagar por un beso que merezca la pena —soltó Aiden mirando fijamente a Alba,
sin importarle las miradas de desprecio que le dedicaba la recién divorciada.
—¡Ah,
no! ¡Ni se te ocurra! No vendo mis besos —repuso la española adivinando sus
intenciones.
Aiden
sacó de su bolsillo los sesenta y cinco peniques que la chica del gorro rojo
había arrojado a su vaso de café vacío. Los puso en la mesa sin apartar sus
azules ojos de los marrones de ella.
—¿Es una broma? Ya te he dicho que yo no
vendo mis besos… y mucho menos por tan poco.
Aiden
fue más rápido que ella y sujetó su cara con ambas manos mientras posaba sus
labios en los de Alba. Era mucho más tentador, casi salvaje el sentir como ella
se resistía al asalto y que su boca, poco a poco, cedían y se acostumbraba a la
pasión de la suya. Finalmente, se separó con cuidado. Dejando desnudos unos
labios rojos por la intensidad de su beso. Ya había obtenido su premio, un
precioso e inesperado regalo. Ella permanecía quieta, con los ojos cerrados. Aiden
pensó que aquel beso había surtido el efecto deseado y su rostro mostró una sonrisa
de satisfacción. Entonces Alba despertó del estado de trance en que se había
sumido, abrió los ojos y le arreó una bofetada.
Sin
inmutarse, Aiden depositó los sesenta y cinco peniques en la hucha que sostenía
Angie, bloqueada por lo que acababa de presenciar.
—Bonnie, yo tampoco vendo mi música… pero
alguien en la estación de autobuses de Edimburgo pensó que estos peniques eran
justo lo que valía mi arte. Y sé que vale mucho más… casi tanto como tus besos,
Alba.
Dicho
esto se levantó y se perdió tras una puerta anexa al escenario ante la
incrédula mirada de Alba.La forma de pronunciar su nombre había hecho que su corazón diera un
vuelco y comenzara a latir tan fuerte que creía que iba a salirse de su pecho.
Sus sentimientos se entremezclaban, mantenían una lucha feroz ente sentirse
agraviada o alagada por aquel insolente escocés.
* * *
El
día de la boda había llegado. Tantos preparativos para que en apenas un suspiro
todo acabara. Pese a los nervios de la novia durante la ceremonia, todo había
salido a la perfección. Esa mezcla de tradiciones antiguas de las Highlands y
las más modernas eran realmente romántica.
Oliver,
al igual que los demás amigos del novio, vestía el famosísimo kilt. Alba jamás
había visto a su novio con el tradicional traje escocés, así que mientras se
vestían en la habitación de su hotel pudo observar con detenimiento como el
joven iba colocándose cada prenda. Era todo un ritual y el resultado final le
pareció mucho más sexy de lo que a priori esperaba.
Oliver
era un hombre alto, con el pelo del color del trigo maduro, de un pardo dorado
que iban perfecto al azul aciano de su mirada. Sus labios gruesos y su marcada
mandíbula le otorgaban seriedad y dureza, pero sin restarle belleza. Alba no
había perdido detalle de su atuendo y curiosa, había estado preguntando por
todos los detalles que acompañaban al famoso kilt. Estaba sujeto con una
hebilla en la parte frontal inferior de la falda y un cinturón y correa de
cuero colocada alrededor de la cintura, de la que colgaba una especie de bolsa
llamada sporran, o sea, monedero en
gaélico y que iba decorada con una chapa metálica. Oliver optó por seguir el
protocolo y complementó su atuendo con una camisa y la correspondiente
chaqueta, una Prince Charlie jacket
con pajarita. Llevaba unos calcetines largos de lana, doblados a la altura de
la rodilla y sujetos con unas ligas decoradas con dos tiras de
tela, las garter flashes. Sus zapatos
iban atados por encima del tobillo por unos cordones, un calzado denominado ghillie brogues. Algo que había llamado
poderosamente la atención de Alba fue el pequeño cuchillo que llevaba sujeto en
una de las ligas, pero Oliver se encargó de informarle que el sgian dubh era simplemente un puñal
ornamental.
Ya
bastante cansada por el baile y con ganas de quitarse los tacones, llegaban al
hotel donde se alojaban en Glasgow. Hacía dos semanas que Alba se había
instalado en el apartamento de Oliver, porque el que compartía con Maggie había
tenido que dejarlo. Marchó a Edimburgo justo después de la despedida de soltera
de su amiga, después de aquella noche en la que un descarado escocés le había
robado un beso… y aunque se apresuró a restarle importancia, el hecho era que
de vez en cuando se sorprendía recordando aquel excitante momento en el que se
olvidó del mundo por un instante.
Hacía
un año que Alba había terminado la carrera de Historia, que gracias a una beca
pudo cursar en la universidad de Glasgow. Entonces hubiera preferido que su
destino hubiera sido Edimburgo, porque así tendría cerca a Oliver; pero todo
este tiempo con sus amigas no lo cambiaba por nada. Habían sido dos años de locos
y, aunque echaba de menos a su familia, se había rodeado de buenas amistades. Ahora,
tras verles en la boda, se daba cuenta de que les extrañaba muchísimo.
—¿En
qué piensas? —preguntó Oliver al verla tan callada mientras comenzaba a desvestirse.
—En
nada —contestó devolviéndole la mirada y perfilando una dulce sonrisa en sus
labios.
Oliver
le observaba apoyado en el quicio de la puerta. Estaba prendado de la sensualidad
de sus movimientos, de la hermosa visión que suponía tener frente a él aquella
belleza racial, tan distraída y ajena a la atracción sentía por ella.
—Deja que te ayude —dijo con voz ronca,
acercándose hasta Alba que intentaba desabrocharse el vestido añil de dama de
honor, ceñido a su silueta con diversos drapeados y con una amplia falda que se
abría hasta mitad del muslo con una sugerente raja.
—Todos
piensan que nosotros seremos los próximos —susurró Oliver en su oreja, haciendo
que su piel se erizara.
—¿Lo
dices por lo del postre?
—Bueno,
eso también cuenta. Creo que es una señal.
—Ha
sido trampa. Maggie ha colocado el anillo en mi copa aposta.
Oliver
sonrió al oír aquello; sabía que era cierto pero no deseaba otra cosa que no
fuera el obtener un sí por parte de
Alba, que ya se demoraba demasiado en decidirse.
—Es
una tradición, cariño. Quién encuentre el anillo escondido en el Cranachan será el próximo en casarse,
así que tú serás la siguiente.
—Oliver,
ya lo hemos hablado —Se removió incómoda, no quería volver a tocar el tema—. Aún
no. Lo sabes… no me siento preparada para dejar todo, para dejar mi familia, mi
país, mi ciudad...
Oliver
notó la tensión en su voz y decidió dejar el asunto. Llevaba muchos años tras
Alba, y ahora que había conseguido conquistarla no quería precipitarse y
fastidiar todo.
—Está
bien, no insistiré más… Al menos, dime que te gustó el postre. Vi como te
atiborrabas de la crema batida, whisky, frambuesas y miel… con anillo incluido.
Temí que te lo zamparas también —bromeó para que Alba se relajara.
Oliver estaba encantado de que por
fin, su chica, después de tantos años hubiera dado el paso definitivo para que
la relación avanzase. Quizás no tanto como él deseaba, pero Alba había pasado
de estar algunos fines de semana con él y alguna que otra temporada, a dar el
paso y por fin vivir bajo el mismo techo. De momento se apañaban bien con su
sueldo de veterinario, pero esperaban sumar algo más de ingresos pronto. Le
encantaba llegar a casa después de trabajar y encontrarse con Alba, su Alba. No quería presionarla más de lo
debido, sabía como se las gastaba su chica y lo pronto que haría las maletas si
se viera atrapada.