2. MIRADAS Y MÁS
Emma
bajó con Celia a desayunar y se sentaron a la mesa donde estaban todos los
demás. Rápidamente se percató de que faltaba Joan. No dijo nada. Por un lado
prefería no tener que enfrentarse a esos ojos que la perseguían y estremecían,
pero por otro lado, se moría de ganas de volver a verlo. No había podido
conciliar el sueño después de ese encontronazo nocturno.
Ernest era un joven muy
extrovertido y no paraba de bromear con Celia, que estaba encantada de ser el
centro de atención. La mañana transcurría con total tranquilidad y Emma pudo
escabullirse y encontrar un rinconcito debajo de un árbol para leer algunos de
los libros que había traído consigo. Llevaba un buen rato leyendo a la sombra cuando
Ernest se acercó.
—¿Molesto?
—No, para nada —dijo Emma
sonriendo y Ernest se sentó junto a ella.
—No hay mucho que hacer
por aquí, ¿verdad? Podemos ir a dar un paseo en mi moto si te apetece y conocer el pueblo. No es que haya mucho que
ver pero las vistas de las playas son preciosas
¿Qué me dices, te apuntas?
—Claro, ¿por qué no?
¿Cuándo vamos?
—Ahora mismo si quieres,
sólo hay que avisar de que nos marchamos y listo —dijo mientras se incorporaba
y tendía la mano para ayudarla a ponerse en pie.
El recorrido en moto prometía ser
divertido. Ernest tenía una moto grande, una Yamaha de color blanco, rojo y
negro. La tenía como oro en paño, era su niña bonita y motivo de orgullo.
Prestó un casco a Emma y emprendieron su marcha ante la decepción de la pequeña
Celia de no poder ir con ellos.
Ernest llevó a Emma por
las calles del pueblo, que eran muy estrechas y empinadas pero preciosas. Pudo
sacar algunas fotografías de los lugares más emblemáticos y realmente estaba
disfrutando del paseo.
Llegando a una pequeña
plaza se percibía un olor a comida irresistible.
—¿Tienes hambre? A mí el
paseo me ha abierto el apetito. Aquí hacen unas de las mejores pizzas de la
zona.
—Nos estarán esperando
para comer.
—No te preocupes, hacemos
una llamada y avisamos.
—No sé qué decirte,
Ernest. Apenas llegamos ayer y no quiero que se molesten.
—Tonterías, lo entienden
seguro. No pasa nada, ahora mismo llamo.
Después de disculparse por no ir a
comer, Ernest y Emma entraron al pequeño restaurante con horno de leña, donde
hacían las «mejores pizzas del mundo» según su chef, Andrea, un italiano del
sur de Nápoles muy simpático que no paraba de cantar mientras cocinaba.
Tras su pintoresca
comida, pasearon un poco más por las calles del barrio. La brisa del mar
refrescaba mucho el ambiente y a la sombra se estaba realmente bien así que en una
cafetería frente al mar tomaron un helado en la terraza. La tarde estaba siendo
muy amena pero aun así tenía la visión de aquellos ojos grises metida en sus
pensamientos todo el tiempo. Un escalofrío le recorría el cuerpo ante el
recuerdo de las sensaciones vividas la noche anterior.
Por suerte para ella Ernest hablaba y hablaba
sin parar distrayendo su mente y haciendo que la conversación fuera fluida. Se
contaron muchas cosas y enseguida congeniaron muy bien porque con él era
imposible que hubiera silencios incómodos. Al terminar sus helados ya sabían lo
suficiente el uno del otro para considerarse algo más que conocidos.
Se alejaron de allí en la
moto y circularon por un camino un poco más angosto que llegaba a una cala
preciosa. Se apearon del vehículo y Emma comenzó a hacer fotografías. Se
enamoró de aquella cala solitaria al instante. Descendieron por las rocas y se
sentaron en la playa donde, entre risas y bromas, vieron como el sol se
escondía tras el horizonte.
Ya de vuelta a la masía el pensamiento
de Emma se centró de nuevo en Joan. No había podido quitárselo de la cabeza
pese al día tan bonito que había pasado junto a Ernest. Aquellas intensas y
nuevas sensaciones vividas la otra noche en el balcón habían sido demasiado
fuertes para ignorarlas. Ansiaba encontrarse su mirada penetrante espiando cada
uno de sus movimientos pero la decepción fue grande al comprobar que Joan no
estaba con los demás en el salón. No se atrevía a preguntar y entonces Ernest
lo hizo por ella.
—¿Y mi hermano? ¿Por dónde
anda? Ya habrá vuelto, ¿no es así? —dijo dirigiéndose a su madre.
—Sí, está arriba. Por
cierto felicítalo porque le han dado el trabajo.
—¡Ah, vale! Estupendo —Ernest
marchó escaleras arriba en busca de Joan.
—Y vosotros, ¿qué tal lo
habéis pasado? —dijo Mercè mirando a Emma.
—Muy bien. He hecho unas
fotos preciosas y hemos comido de maravilla en una pequeña trattoria. Ernest ha
sido un estupendo guía.
—Pues espero que tengáis
apetito porque ya estamos preparando una magnífica cena.
—Mercè… —interrumpió Emma
disimulando interés— ¿Qué trabajo ha conseguido Joan?
La mujer le contó que su
hijo era una persona de gran confianza en sí mismo y que todo lo que se
proponía lo conseguía. Por lo visto, Joan había solicitado un puesto en un
afamado restaurante de la zona para hacer prácticas durante el verano. La
entrevista había sido esa mañana y había conseguido el puesto. Mercè hablaba de
Joan con gran admiración y cariño, a fin de cuenta, seguía siendo su pequeño.
Desde muy niño ya había demostrado su vocación por la cocina y, en vez de
reprimirlo y obligarlo a estudiar una carrera como a su hermano, había apostado
por el don que parecía tener para esta profesión. Por lo visto el trabajo era
de camarero pero la decisión, el carácter del joven, y la seguridad que
mostraba dejó impresionado al entrevistador, tanto que decidió darle un puesto
en la cocina como ayudante en prácticas.
Emma quedó impresionada
por alguien que, siendo casi de su misma edad, tenía las cosas tan claras y una
meta que alcanzar mientras ella ni siquiera podía decidirse por que ponerse al
día siguiente.
Al igual que la noche anterior
cenaron todos juntos y Joan apenas cruzó palabra con ella. Aparentemente tampoco
hubo miradas como la noche anterior, más bien todo lo contrario, parecía esquivarla
y eso le ponía de los nervios. Cuando Ernest y ella comenzaron a hablar de la
excursión en moto, Emma pudo observar un atisbo de enfado en él, pero no lo
conocía lo suficiente como para afirmarlo. Estaba claro que no le caía
demasiado bien a ese joven y ella tendría que aceptarlo. Al menos le consoló
ver lo incómodo que se sintió él cuando ella lo pilló en un par de ocasiones
observarla desde la distancia.
Como hicieron la otra noche, Celia y
ella subieron a sus habitaciones. La pequeña se moría de ganas por saber más
detalles de lo que habían estado haciendo Emma y Ernest durante su salida en
moto y tras una hora de cotilleo, por fin Emma pudo marchar a su habitación a
descansar.
Al día siguiente hicieron
una barbacoa y pasaron todo el tiempo en el exterior, pasando el rato en la
piscina. Ernest, Celia y ella rieron de lo lindo con los juegos y bromas que el
joven les hacía a las chicas ante la seria mirada de su hermano pequeño que
prefería observar desde la distancia.
Mercè le tuvo que obligar
a posar para una foto de ambas familias al completo sentadas a la mesa del
porche con los «majares» que sus padres habían preparado en la barbacoa.
La tarde llegó, y Emma seguía
sin tener ni una sola palabra por parte de Joan, sólo obtenía de él miradas y
más miradas. Eso la incomodaba, se sentía como si la estuviera juzgando, cada
palabra o cada acto que hacía ahí estaba él con su indescifrable mirada «¿Eran acaso miradas de desprecio, de
superioridad o qué?» Se estaba
hartando de la situación y las vacaciones no habían hecho más que empezar.
Los días transcurrieron rápidamente
con salidas a la playa, excursiones y turismo en familia. Emma pudo hacer
muchas fotografías de todos, incluso de Joan cuando no él no la podía ver.
Extrañamente la atracción por aquel chico tan misterioso iba en aumento y no se
explicaba el porqué.
La cosa no cambió mucho
durante ese tiempo y seguían los encontronazos
silenciosos con Joan, aunque ya había aprendido a ignorarlos. No iba a
permitir que nada le impidiera disfrutar de estas vacaciones. Hacía mucho que
no veía a sus padres divertirse de aquella manera y no quería aguarles las
vacaciones con caras largas.
Ernest
comenzaba un curso de verano en la Universidad y sólo volvía los fines de
semana, así que en la masía reinaba la calma, y Emma apenas se cruzaba con
Joan, que había comenzado con su nuevo trabajo. Se iba a media mañana y luego
no volvía hasta bien entrada la noche para su tranquilidad. Las pocas ocasiones
en las que coincidían hablaban lo imprescindible, pero continuaban aquellas
miradas incómodas. Emma no podía evitar sentir escalofríos recorriendo su
espalda cuando sorprendía aquellos ojos grises observando sus movimientos.
Una madrugada, Emma despertó con sed
y tomó el vaso de agua que había puesto en la mesilla al acostarse. Estaba
caliente y decidió bajar y llenarlo con agua fresca de la nevera.
—¿Me das a mi otro? —Joan
la sorprendió cuando llegaba a casa después del trabajo.
Emma, que estaba bebiendo
en ese momento, con el sobresalto, derramó el agua sobre su pecho, dejando
transparentar sus pezones.
—Perdona no quería
asustarte —dijo Joan susurrando mientras se dirigía a la nevera y llenaba otro
vaso para él. Estaba haciendo un esfuerzo enorme para no dirigir la mirada a
los pechos de Emma.
—No te he oído llegar
—dijo ella mientras avergonzada intentaba secarse con servilletas el camisón
separándolo de su cuerpo.
Joan terminó el vaso de
agua de un trago y fijo sus ojos en ella. La veía tan deseable, tan al alcance
que casi se deja llevar y se abalanza sobre ella, que es lo que había querido
hacer desde que la sorprendió en el balcón. Se dio media vuelta para sacar esa
idea de su cabeza y entonces ella no aguantó más y le increpó.
—¿Qué pasa contigo? ¿De
qué vas?
Joan, sorprendido, se
giró y quedó frente a ella que tenía la cara encendida y no sabía si era de
vergüenza, de rabia o quizá una mezcla de las dos cosas.
—No me diriges la palabra
en todo este tiempo y en cambio siempre que levanto la vista estás ahí
observándome —se atrevió a reprocharle ella.
—No quería que te
sintieras incomoda, perdóname si ha sido así. No ha sido mi intención —esa
respuesta molestó más a Emma.
—Y una mierda, siempre
andas mirándome como perdonándome la vida ¿Acaso te crees mejor que yo?
¿Piensas que puedes mirarme por encima del hombro y quedarte tan ancho?
—De verdad que no me he
dado cuenta, disculpa —mintió
—¿Ya está? ¿Un disculpa?
¿Eso es todo? —dijo Emma visiblemente indignada. El rubor de sus mejillas la
hacía aún más provocadora.
Entonces Joan no pudo reprimirse
más, ya lo había hecho durante demasiado tiempo. El cansancio y las ganas que
tenía de ella le hicieron lanzarse sobre ella sin pensarlo y la agarró de las
caderas empujándola contra la nevera desembocando toda aquella tensión en un
desesperado beso.
Emma no tuvo tiempo de
reaccionar. La mezcla, al mismo tiempo, de pasión incontrolada y dulzura en
aquellos labios la dejo sin aliento y sin voluntad. No supo cuánto duró aquella
ardiente necesidad de ser devorada pero notó como su propia lengua se
entrelazaba con la de él. La humedad del beso ya no sólo estaba en su boca. Toda
su piel reclamaba ese mojado ósculo, pero cuando más entregada estaba, Joan
separó sus labios de los suyos y le acarició la mejilla con el dorso de su mano.
—Esto no está bien.
Dejémoslo aquí.
La dejó temblando, con
las servilletas aún en la mano y conteniendo el aliento. Tuvo que esperar un
rato hasta recuperarse del todo.
Joan se derrumbaba
instantes después tras la puerta de su habitación con el sabor de ella todavía
en su boca. No había podido controlar tanto deseo… no podía, nunca antes había
sentido nada igual.
Emma pasó toda la noche
en vela, era incapaz de apagar aquel fuego que había despertado aquel furtivo
beso. Se derretía con sólo pensar en aquellos labios que le había trasportado a
todo un nuevo mundo de sensaciones. No era la primera vez que le besaban, pero
sentía que era la primera vez que la
besaban de verdad, no había sido una simple unión de labios, era mucho
más profundo que eso. Aquel chico callado, y tan misterioso se había convertido
en el primer hombre que había despertado sus anhelos de mujer. No había vuelta
a atrás, su cuerpo deseaba ser explorado y devorado por el dueño de aquellos
grises ojos que se habían clavado en su mente y nublaban su control.
Pasó el resto del día obsesionada con
aquel encuentro y aquellas palabras que le oyó pronunciar… «Dejémoslo aquí».
No, no estaba dispuesta a renunciar a todas las nuevas sensaciones que se
expandía ante ella. Tenía que volver a sentir aquel fuego abrasador que la
había atravesado la piel la otra noche.
Estaba
en su cama, con los ojos abiertos y sus sentidos alerta. En cuanto oyó el
sonido del motor de un coche acercándose
salió sigilosa de su habitación, deseosa de un nuevo encuentro como el que
tuvieron.
Joan
quedó petrificado cuando al abrir la puerta se encontró con aquellos ojos miel
que brillaban más que las estrellas que había fuera y que lucían sobre la masía.
Cerró sus ojos unos instantes por si su mente le estaba jugando una mala
pasada, había estado obsesionado con ella todo el día, pero al abrirlos ella
seguía allí. ¿Estaría esperándole?
—No quiero dejarlo aquí
—dijo Emma en apenas un susurro.
Joan en aquellos momentos
tuvo que contenerse una vez más para no volver a apresarla de nuevo entre sus
brazos y besarla hasta gastar esos suculentos labios. Sabía de sobra a qué se
refería ella pero también sabía que estaba jugando con fuego.
—Lo de la otra noche fue
un error, no puede repetirse. Vuelve a tu cama y olvida que ha pasado —dijo
Joan reprimiendo todo impulso a sabiendas de que su voluntad cada segundo que
pasaba ante aquella mirada de miel más debilitada estaba su voluntad y se
encaminó hasta las escaleras con premura antes de arrepentirse y tomarla allí
mismo.
Emma se interpuso y esta
vez fue ella quien se acercó con un movimiento ágil y veloz hasta su boca y
depositó un suave beso que le supo a poco.
Joan hizo acopio del poco
control que le quedaba y subió las escaleras sin decir nada, con la dulce
humedad de sus labios en los suyos y muy a su pesar, la dejó allí abajo, en la
oscuridad de la noche, engañándose a sí mismo esperando que se enterrara
aquella pasión en lo más recóndito de su ser. Estaba completamente dividido
entre el deseo que sentía por ella y el miedo a corromper aquella dulce
inocencia que siempre desprendía en todo lo que hacía o decía. Cerró la puerta
de su dormitorio y tal y como hizo la noche anterior se dejó caer sobre ella.
Todo estaba confuso en su cabeza.
Entonces oyó acercarse
pasos de Emma por el pasillo hasta la puerta que estaba frente a la suya, la del
dormitorio de aquella joven que había perturbado tanto su vida en apenas unos
días. No pudo refrenarse más y se dejó llevar por el impulso de ir a por ella y
antes de que pudiera cerrar la puerta, se adelantó y se coló dentro ante la
sorpresa de ella. Sin dejar que dijera nada calló su boca con un beso, ahora
más pausado que el de momentos anteriores y se recreó en sus labios rojos. Sus
manos, sin pedir permiso ni atendiendo a ninguna represión, se paseaban por
todo el contorno de ese bello torso, llegando a rozar esos senos tan firmes y
apetecibles.
Estaba tan metido de
lleno en la labor de saborear esa boca provocadora, que no se percató de que
ella también estaba entregada a aquel pasional beso, a aquel instante que tanto
había estado deseando desde el mismo momento en que puso sus ojos en ella.